A veces busco un escalón cualquiera y me siento a imaginar aquel paisaje; sillas blancas, cojines azules, una calle larga, aquel piso color ladrillo y sus flores y frutas, por supuesto acompañada de aquellas perritas que corrían por todo el escenario.
También me sé la casa de memoria, cada detalle, tal vez pudiese dibujarla para que me acompañase siempre el recuerdo de tantos veranos de mi vida. Sus dos grandes balcones que me hacían sentir como una princesa de niña pero la verdad siempre fueron ellos quienes me trataron como si lo fuera. Y su cocina, cuanto daría por volver a discutir con ella al verla cocinar aquella comida de dioses.
En mi mente sigue estando allí, de pie, como cuando me esperaban entusiasmados, como cuando me despedían con bendiciones.
Pero se me nubla el recuerdo con lágrimas… ya no hay mascotas, ni abuelo, ni el jardín enorme y frondoso que solía existir. Solo está ella, sola, con un par de flores, sus favoritas, y aquella orquídea que un día sembró para mí, viviendo sus días con nostalgia, pidiéndome que regrese cada vez que me dice al teléfono que todo está bien y yo con esta impotencia de no poder visitarla. No espera ni despide a nadie.
Y me pregunto una y otra vez, ¿cómo es que es tan fuerte? ¿Cómo es que no se rinde o se quiebra? Cuánto me queda por aprender de ella, no porque sepa hacerlo todo a la perfección, porque solo ella puede retar tanto a la vida y salir victoriosa siempre, aunque le duela, porque le duele… le gana a la vida, al dolor, a todo. No sé cuál será la razón pero sé que si algún día quiero rendirme le debo a ella el seguir luchando.
A veces me da por pensar que ella sigue saliendo al patio parándose frente a la puerta a mirar al pasado a ver si en algún momento nos ve regresar, tal vez al mismo tiempo que yo, cuando me imagino que estoy allí en el mismo patio. Escucho a la ambivalencia en su voz, en su saludo emocionado que se mezcla con impotencia. Siento lo mismo. Cuanta rabia hacia la distancia y cuanta cercanía entre nuestros corazones.
Ahora entiendo su preocupación cada vez que se alejaba de su casa, ¿quién iba a regar sus flores? Como si siempre hubiese sabido que ese jardín iba a ser su compañía, como si ella hubiese querido regalarnos memorias eternas con las flores más bonitas del mundo, como si hubiese visto el futuro amargo que le tocaría, se dedicó a cuidarnos, a darnos todo y a enseñarnos el amor por la cocina y la naturaleza.
Y aunque fui su consentida, me tardé más de 15 años en entender que esa era su paz, su motor, su fuerza, que esas flores exóticas serían su única compañía y que ella lo sabía. Tal vez yo también lo sabía pero no lo entendía, por eso en cada visita contemplaba la vida con nostalgia desde mi escalón favorito. No lo sabía pero lo sentía, que la vida lejos de ella sería la parte con espinas de la rosa.
Al jardín de mi abuela.
Laura Barrera Iglio
Una respuesta a «El jardín de 15 años. Valera»