Llegó a París, sola, con millones de planes en pareja y una maleta llena de su olor. Se sentía un poco perdida, entre el idioma y su mente iba por las calles sin rumbo hasta que chocó de frente con el maravilloso Ponts des arts y la vida se le detuvo. Con el paisaje y el Sena, se dio cuenta que hay cosas que solo se pueden disfrutar en soledad, entonces se entregó al dolor y al amor que la rozaban con la brisa. Volvía a sentirse viva.

En la Torre Eiffel el tiempo empezó a retroceder, mientras subía pudo ver los recuerdos más vivos de su infancia, la novedad del amor adolescente, entendió el hilo que la trajo a sus sueños actuales, y estando en lo más alto de la torre, pudo ver cómo sería su futuro si se vuelve a abandonar. Volvía a conectarse.

Y lo recordó a él, lentamente, sin reproches. Ella también había jugado su papel y se estaba dando cuenta que necesitó del dolor y la ruptura para entender que absorbía todo de él, se había vuelto tan dependiente que ninguno de los dos podía soportarlo. La paciencia había cedido su espacio a la ansiedad, y el amor, herido, no quería dar vuelta a atrás.

En París lo amó más porque logró entenderlo, y precisamente por eso decidió, en París, perderlo para siempre.

Este viaje ha quedado en su historia como el punto que marca el antes y el después, fue en sus calles que logró volver a dibujarse. Fue en sus paisajes de postal que logró hacer de ella misma una poesía, y en su idioma, desconocido y sublime, supo que una sonrisa lo explica todo.

 

 

Laura Barrera Iglio